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LA REINA DE LOS GUAYABALES

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Alguien, alguna vez, me dijo que existían dos clases de escritores en este mundo: los que buscan fama y la escritura es para ellos un status social más a alcanzar, que asisten gustosos a los desayunos organizados por una institución de renombre con miembros de su misma especie, y se ven por encima de los demás, como si las letras otorgaran una corona de síncopas e hipérboles. Y aquellos para quienes escribir es más una forma de exorcismo, para quienes las palabras se abren lenta y quedamente con el paso de los años, fruto de esfuerzo y dedicación, y se encuentran a sí mismos detrás de significados y conceptos como reflejo en un pozo con agua. Si acaso eso es cierto, Inés Arredondo pertenecería, indudablemente, a esta segunda clasificación.

Como ella misma lo relata, nació en Culiacán, Sinaloa. Pasó buena parte de su infancia en un lugar que ella elige recordar bajo el nombre de Eldorado: una casa hacienda cuyo eco invoca ya el lugar mítico no encontrado nunca por exploradores españoles; un lugar donde ella podía ser coronada por su abuelo como «reina de los guayabales» y levantarse todos los días al lado de gorriones y verdes plantas. Un lugar, en fin, «con sus prados llenos de rosales con flores inmensas, dobles, triples, apretados entre otras plantas desconocidas», donde «las guacamayas, las cacatúas, los periquitos australianos (rosados, verdes, azules, amarillos) gritaban a lo lejos en sus inmensas jaulas» y los flamencos jugaban a imitar los signos con sus cuellos. Y he aquí que escribo: elige recordar porque, como bien lo explica en sus primeros ensayos: «Elegir la infancia es, en nuestra época, una manera de buscar la verdad, por lo menos una verdad parcial». Es también encontrarse a sí mismo en los pasos del ayer y recuperar el trayecto que se creía perdido.

El libro Ensayos de Inés Arredondo está divido en tres partes. La primera nos acerca a la autora a través de textos autobiográficos, desde de sus inicios como escritora hasta los textos que fueron formando su mundo, habla del amor por sus autores (como ella escribe): Jorge Cuesta y Gilberto Owen, y de los recuerdos de las tardes en El dorado hasta su llegada a la Ciudad de México. En el segundo apartado, Claudia Albarrán se ha dado a la tarea de rescatar las reseñas de libros que Arredondo publicó en diversos diarios o revistas literarias. Algo muy particular comenta Albarrán sobre el juicio de Arredondo:


suele asumir una posición franca y reflexiva ante o que lee o comenta, como si, en el fondo, al juzgar los trabajos de los demás, no quisiera sino evaluarse ella misma como escritora para sacar de esas lecturas analizadas una ‘lección’ y una postura individual, básicamente estética, que pudiera nutrirla de nuevas experiencias para aplicarlas más tarde a sus propios ejercicios narrativos.


En cada reseña se asoma una diferente perspectiva: ya sea halago o crítica, Arredondo escribe como si el fin último fuera el deber por la escritura y no la complacencia de un consejo editorial; poco teme a cambiar de opinión una vez que el texto se ha terminado. Por eso elige, tacha, descarta y vuelve a tirar los textos hasta encontrar, como Albarrán menciona, «hurgando siempre en el significado de las palabras para obligarlas a decir lo que no estaban acostumbradas a decir».

La tercera y última sección, aunque breve, se halla dedicada específicamente a las dos figuras de Owen y Cuesta, por quien Arredondo sentía un gran interés.


Yo pienso acaso, si habría una mejor forma de conocer a Inés Arredondo que por sus textos, si leer sus palabras no es estar ahí junto a los guayabales, fuera de El dorado, cercanamente distante de las cacatúas y los rosales, si cada texto no es una ventana o un espejo al cual nos asomamos.


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