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PLATERO Y YO

PLATERO Y YO


Abro el libro y después de la primera página miro una advertencia para «los hombres que lean este libro para niños». Yo tengo veinticinco años y a este libro he llegado después de una clase de la Universidad en la que aprendí que «la poesía española del siglo XX es, ante todo, Juan Ramón Jiménez y Machado».

Este libro, cuya cubierta empieza ya a deshacerse, tiene en el centro un pequeño burro blanco rodeado de hojas naranjas. Platero y yo, se lee con letras grandes en la parte superior, y es casi una costumbre —no dicha— que va pasando de edición en edición con los años. Ya sea con el dibujo infantil de un burro o el breve indicio de unas orejas, hay algo, un indicio, que nos transporta ya a la sutileza inmensa de un manzano.


Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos […] Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecitas rosas, celestes y gualdas… Lo llamo dulcemente: ‘¿Platero?’, y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal…


¿Qué tiene el poeta que hace de los versos un trabajo exacto?, nada sobra y nada hace falta. Apenas he leído el primer capítulo y me he dado cuenta de que en esta sencillez de palabras se encierra algo que no está escrito. Algo propio que obliga, con lo mismo, a imaginar al pie de la letra un pequeño Platero que se acerca trotando a lo lejos. ¿Es que la poesía no conoce los límites del tiempo, de lo real y de la fantasía?

Este pequeño libro, rojo por debajo de la cubierta, que consta de 138 capítulos, encierra en sí una vida que empieza y se acaba, sin acabarse nunca. En sus páginas el lector camina por los mismos senderos que Platero y el poeta, se sienta bajo la sombra de los árboles, respira el mismo aire, se cantan las alegrías y se sufren las mismas penas. Es que Juan Ramón, al escribir, no describe, retrata emociones: frases cortas que desembocan en pensamientos, pensamientos que se transforman en sensaciones; detalles tan simples que se dan en un abrir y cerrar de ojos. Detrás de una frase aparentemente simple se encierra un instante, un pequeño pedazo de tiempo dotado de una impresión tan íntima que el autor nos comparte: Lo llamo dulcemente: «¿Platero?», y es tan corto y tan frágil ese «dulcemente» que casi ignoramos la importancia que de él se desborda.


Llueve. Hoy no vamos al campo. Es día de contemplaciones. Mira cómo corren las canales del tejado. Mira cómo se limpian las acacias, negras ya y un poco doradas todavía; cómo torna a navegar por la cuneta el barquito de los niños, parado ayer entre la hierba. Mira ahora, en este sol instantáneo y débil, cuán bello el arco iris que sale de la iglesia y muere, en una vaga irisación, a nuestro lado.


Aún y con todo, las palabras de Juan Ramón son simples: como están hechas de naturaleza, reflejan, a su vez, la naturaleza. Pero ¿cómo pueden las palabras ser simples cuando evocan, en los ojos lectores, las más fantásticas emociones? La lluvia, la alegría contagiosa de los niños, las campanadas de la iglesia llamando al Angelus, el paisaje Grana… Este pueblo pequeño por donde nos va guiando, este Moger que aquí se nos retrata, es tan real como la ciudad en la que vivimos. Es real porque a él nos han llevado. Es la sutileza del poeta que al referirse a Platero nos sentimos nosotros, también, a su lado: Mira sus trajes pintorescos —nos dice—, de lunares y volantes. ¿Ves? Van a cuerpo, no caída, a pesar de la edad, su esbeltez.


Publicado por primera vez en 1914, Platero y yo, ha perdurado por su estilo que busca, mediante las palabras exactas, reflejar al lector la emoción de lo ya vivido. De esta forma cada capítulo se nombra por lo que contiene, por lo que en él habita; son palabras que introducen un paisaje, un retrato o una impresión. En el capítulo titulado «El Canario vuela», efectivamente, el canario está ahí, volando de un lugar a otro, entre los ganados del huerto, en el pino de la puerta, por las lilas. Llevando con el vuelo un sentimiento que se contagia, ¡Qué alborozo en el jardín! Los niños saltaban, tocando las palmas, arrebolados, y rientes como auroras; Platero, contagiado, en un oleaje de carnes de plata, igual que un chivillo, hacía corvetas, giraba sobre sus patas, en un vals tosco.


Cuando digo que Platero y yo encierra una vida que empieza y se acaba, es porque es así. La vida y la muerte son aquí, en este pequeño libro, un tema constante, dado a través de la felicidad y de la luna, de los movimientos torpes de Platero al bailar o del cuerpo inerte de un perro sarnoso. Cuando yo salía, el guarda, que en un arranque de mal corazón había sacado la escopeta, disparó contra él. El mísero, con el tiro en las entrañas, giró vertiginosamente en un momento, en un redondo aullido agudo, y cayó muerto bajo una acacia. Un velo parecía enlutecer el sol; un velo grande, como el velo pequeñito que nubló el ojo sano del perro asesinado.


Paisajes, vida que eventualmente llegará a la muerte, vuelos de pájaro y cantos de gallo. Este libro, este pequeño libro, de un autor nacido en una España del año 1881, ganador del Premio Nobel de Literatura, contiene en sí lo más puro que con las palabras se puede asir. Juan Ramón nos lleva, como si lo adivinaran ya los versos de un poema, a la raíz de las palabras, donde la lluvia se llueve en las dobles eles y las orejas puntiagudas, y los ojos negros de azabache, se reflejaran en esa palabra que con decir Platero también dice «Tien’ asero». Y sí, Tiene acero Acero y plata de luna, al mismo tiempo.


Cierro el libro. Tengo yo veinticinco años. ¿Qué tan diferente habría sido la vida de haber leído a Platero y yo en mi infancia? Este libro, en donde la alegría y la pena son gemelas.



Juan Ramón Jiménez (1881-1958) Poeta español perteneciente a la generación del 14. Su obra influyó grandemente a la generación del 27 por su estilo preciso, sencillo y puro. Obtiene el premio Nobel de literatura en 1956. Su trabajo como poeta puede rastrearse en tres diferentes etapas: Etapa sensitiva, de las cuales salen obras como Jardines lejanos (1904) o Platero y yo (1914); Etapa intelectual que se inaugura con la publicación de Diario de un poeta recién casado (1916) y y deseante


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