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VIGILAR Y CASTIGAR de Michel Foucault




Los cuerpos han sufrido, han sido expuestos y castigados. Michel Foucault, en Vigilar y Castigar, escribe sobre la evolución de los procesos penales en Francia; su objetivo es escribir “una historia correlativa del alma moderna y de un nuevo poder de juzgar” (32). Se trata de un método genealógico: busca explicar de dónde surge lo que vemos; cómo se originó esa situación, y cómo pudo haber tenido lugar. Entonces, tiene que ver hacia el pasado.

El pensador francés comienza la historia del alma moderna y el poder de juzgar en el siglo XVIII. En ese momento, nos cuenta, los condenados eran sometidos al suplicio. Los castigos eran físicos, y los cuerpos de los condenados, expuestos a la vista de todos. Era un espectáculo. ¿Y el fin?, se pregunta Foucault. ¿Acaso usar esos cuerpos mutilados, descuartizados, supliciados, como ejemplo, para que las demás personas no falten al orden de la sociedad?

Más que un ejemplo de lo que no se debe hacer, “en la tortura van también mezclados un acto de información y un elemento de castigo” (52). El cuerpo sospechoso merecía un castigo. Así, el sufrimiento era una forma de dar ese castigo y de obtener la verdad respecto a la falta. El castigo implicaba la culpabilidad del cuerpo. La atrocidad, el suplicio, era una forma de manifestación de la verdad y del poder ejercido por el soberano.

Sin embargo, sigue la historia el pensador francés, las críticas hacia esa forma de represión penal no tardaron. Se optó por una búsqueda “más serena” de la verdad. Lo que siguió después fue un proceso “más humano”. Se buscaba una nueva forma para castigar: “no castigar menos, sino mejor” (95). Con esas nuevas intenciones, “el castigo es una técnica de coerción de los individuos” (153). Ya no es el cuerpo solo el objeto de represión, sino también el alma.

Los castigos se volvieron menos físicos, más sutiles, más silenciosos. Los cuerpos, lejos de ser expuestos a la sociedad, fueron vueltos cuerpos dóciles. La disciplina entró en el juego. Con ella, se pretende “el buen empleo del cuerpo, que permite un buen empleo del tiempo” (176); se influye en el comportamiento de los individuos para hacerlos útiles. De esta manera, la disciplina “garantiza… un crecimiento, una observación, una calificación” (187); “fabrica individuos” (199).

Esta nueva forma de control, de vigilancia, no fue solo adoptada en el sistema penitenciario. Los hospitales, la milicia, las fábricas, las instituciones educativas sometieron también a los individuos al modelo disciplinario. Y así, se volvieron “la penalidad perfecta que… compara, diferencia, jerarquiza, homogeiniza, excluye. En una palabra, normaliza” (213). La vigilancia y el control de los cuerpos han sido normalizados.

Pero hay otro lugar en donde la disciplina es aún mayor, ininterrumpida y más evidente: la prisión. Allí es siempre rutina, siempre vigilancia. Para lograr eso, escribe Foucault, se optó ya no por las sombras de los condenados, sino por su exposición cerrada: las prisiones se diseñaron con un panóptico, que permitía ver todo, cada celda y movimiento de los individuos. El control se preservaba gracias a la disciplina, que implicaba esa vigilancia permanente lograda por el panoptismo.

La prisión se vuelve un lugar donde se organiza a los individuos, se educa a los delincuentes. No obstante, dice Foucault, también ha sido criticada porque los crímenes no han reducido. Sin embargo, sigue el pensador francés, quizá habría que pensar más en que la prisión especifica la delincuencia y la hace política y económicamente menos peligrosa; crea “un ilegalismo cerrado, separado y útil” (322); fabrica la delincuencia y la reproduce, y de esta forma “el delincuente es un producto institucional” (352). El cuerpo disciplinado es un cuerpo carcelario, por prisiones, fabricas, hospitales, escuelas. Es la construcción del alma moderna gracias a un nuevo poder de juzgar, vigilar y castigar.

JESUS RODRIGUEZ BARRERA.

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